jueves, 13 de agosto de 2015

Las monjas Poseídas

La epidemia de las monjas que mordían y
maullaban


Muchas manías religiosas parecen instaurarse por la voluntad de personas que creen estar cumpliendo los designios de Dios. Sin embargo, esta historia parece haber comenzado con personas que tenían incertidumbre sobre si Dios estaba de su lado.

En el siglo XV, una monja de un convento de Baviera comenzó a comportarse de forma extraña. La joven religiosa mordía a las otras hermanas. Todo bastante extraño, pero lo peor es que su comportamiento, aparentemente, “contagiaba” a las demás monjas. En determinado momento, todas las monjas que habían sido mordidas estaban mordiendo a otras. La Madre Superiora ordenó que las monjas afectadas por la locura fueran encerradas en sus habitaciones, pero de alguna forma lograron escapar del encierro, levantando la sospecha de que las fuerzas sobrenaturales estaban detrás de todo esto.
Finalmente llamaron a un sacerdote y el padre consideró que aquello solo podía ser obra del demonio. Las monjas fueron debidamente exorcizadas en la plaza pública y durante el aterrador espectáculo tuvieron que llevar puestas abrazaderas de hierro.
Lo peor es que el asunto no termina aquí.
La epidemia continuó esparciéndose más allá de las fronteras llegando a Italia y Holanda, siempre afectando a monjas de conventos aislados. En Cremona, Italia, las monjas no tuvieron la misma suerte que sus colegas alemanas, pues además de pasar por el exorcismo tuvieron que soportar que les arrancaran los dientes con pinzas. En Khelm, un poblado de Holanda, a las pobres monjas les cosieron la boca con una hebra gruesa para que no pudieran morder a nadie más.
Pocos años después, otra extraña epidemia se instaló en los claustros de Italia. Las monjas de este nuevo brote no podían dejar de maullar. Puede parecer una estupidez en nuestros días, pero los gatos, aunque eran animales necesarios para controlar la población de ratas, frecuentemente eran asociados con el diablo y con la hechicería. Cuando las monjas no pudieron controlarse y maullaban sin parar, algunos creyeron que se estaban comunicando con los mensajeros de Satanás. Pasando quien sabe qué instrucciones para sus malignos planes.
La primera medida fue cazar y sacrificar a todos los gatos de la región. Pero ni así la locura se detuvo. Oficiales de la Inquisición fueron requeridos para averiguar el peligro y después de interrogar a algunas mujeres, se decidió que debían ser enviadas a otros conventos. Hasta donde se sabe, las monjas dejaron de maullar y las cosas regresaron a la normalidad.
Fuentes: Laughter: A Scientific Investigation (1) y Mass Hysteria in Schools: A Worldwide History Since 1566 (2)

Las endemoniadas de Loudun

Impresionante escena de la película "Madre Juana de los Ángeles", del realizador polaco Jerzy Kawalerowicz, basada en los hechos.
Impresionante escena de la película "Madre Juana de los Ángeles", del realizador polaco Jerzy Kawalerowicz, basada en los hechos.
En la localidad francesa de Loudun, en una época en la que el cardenal Richelieu se erigió como el hombre más poderoso del país galo, tuvo lugar un oscuro y escandaloso suceso relacionado al parecer con las fuerzas del mal que sembró el caos y la confusión en una congregación de religiosas lideradas por el carismático sacerdote Urbain Grandier. Un escándalo que haría correr ríos de tinta  y costaría demasiado caro a su principal protagonista… 
Urbain Grandier
 A lo largo del siglo XVII fue más común de lo habitual ver al maligno haciendo acto de presencia en alguna que otra casa del Señor. Un diablo sarcástico, travieso y pendenciero, docto en política, que causó estragos en los conventos de clausura, entre novicias dadas a los arrobos, éxtasis de todo tipo y pasiones prohibidas por su religión. Uno de los casos más conocidos en nuestro país fue el que tuvo lugar en el convento madrileño de San Plácido,  que afectó a las mismísimas instancias de poder del reinado de Felipe IV. Casi por las mismas fechas, en 1634, el país vecino, Francia, vivió en sus carnes un suceso de características similares pero de consecuencias mucho más nefastas, protagonizado por el sacerdote Urbain –Urbano– Grandier.
Una localidad convulsa
La Francia en la que se desarrollaron aquellos tristes hechos vivía inmersa todavía en las terribles consecuencias de las luchas religiosas que enfrentaron a protestantes y católicos. La aldea de Loudun, situada al noroeste de Poitiers, era un hervidero de disidentes puesto en el punto de mira de la Corona. En medio de este clima de tensión llegó al lugar un sacerdote educado por los jesuitas, de impecable formación y erudición notable que pronto comenzó a llamar la atención de los lugareños, principalmente del sexo femenino. De buen aspecto y gallarda figura, contaba apenas 32 años cuando llegó a la localidad gala. Con un gran desparpajo y una innata capacidad para la oratoria, los sermones de Grandier, rodeados de una enorme expectación, se convirtieron en la mayor atracción de los vecinos. 
Torre del antiguo castillo de Loudun
Torre del antiguo castillo de Loudun
Urbain era sobrino del canónigo Grandier de Saintes y había ingresado con apenas 14 años en el Colegio de Jesuitas de Burdeos, en 1604. Fue ordenado novicio en 1615, aunque no tenía intención de ingresar en una Compañía cuyas normas eran demasiado rígidas y exigentes para con su temperamento. Debido a sus habilidades teológicas y filosóficas y a su diligencia y buena conducta, la Compañía de Jesús le ofreció el beneficio eclesiástico de Saint-Pierre-du-Marché, en Loudun, siendo nombrado a su vez canónigo de la Colegiata de la Santa Cruz.
Cuando Urbain Grandier llegó a Loudun, un gran número de sus lugareños eran hugonotes que aborrecían a la Iglesia que éste representaba, pero el Edicto de Nantes los mantenía por el momento lejos de revueltas y levantamientos. Sin embargo, el mayor peligro para el sacerdote vendría de sus correligionarios y no de los protestantes. Grandier, de finas maneras, atractivo, complaciente y de agradable e inteligente conversación, aumentó rápidamente su popularidad entre las mujeres y por consiguiente también su impopularidad entre los hombres. Personaje instruido y de vasta cultura, pronto se codeó con los personajes más aristocráticos de la ciudad, como el Gobernador Jean d’Armagnac y el respetado jurisconsulto Scérole de Sainte-Marthe. Tan buena fue la impresión que el párroco causó en el Gobernador, que éste incluso le confiaba la dirección de los más importantes asuntos de Loudun cuando debía viajar a la corte de París. Las envidias por aquél voto de confianza no tardarían en fructificar…
Pronto el sacerdote se enzarzó en varias disputas con algunos ciudadanos de Loudun. La más violenta de todas tuvo lugar con el jefe de la autoridad local, el Lieutenant Criminel, que acabaría convirtiéndose en uno de sus más enconados enemigos. También se ganó la animadversión de los monjes de varias congregaciones de la zona, carmelitas y capuchinos principalmente, que no soportaban la elocuencia de sus sermones, capaces de arrebatarles a muchos de sus antiguos feligreses. A este amplio número de enemistades Grandier no tardaría en añadir, en 1618, la más delicada de todas. A principios de ese año, durante una congregación religiosa que reunió a los más importantes dignatarios eclesiásticos de la región, nuestro protagonista ofendió grandemente al prior de Coussay, solicitando de forma grosera prioridad sobre él en una importante procesión que recorrería las calles de Loudun.
El cardenal Richelieu, valido de Luis XIII
El cardenal Richelieu, valido de Luis XIII
Aquél prior era a su vez obispo de Luçon, y el obispo de Luçon no era otro que Armand-Jean du Plessis, más conocido como Richelieu. Si el entonces duque y más tarde cardenal no tomó entonces las habituales represalias a las que acostumbraba fue porque había caído en desgracia frente al joven monarca, Luis XIII. Pero un año más tarde, tras un corto destierro en Avignon, el obispo sería llamado a París y en 1622 sería designado primer ministro del rey y cardenal. Para entonces, el purpurado no había olvidado la afrenta de aquel cura de pueblo…
De amores indecorosos y falsas promesas
La educación religiosa de Grandier era impecable, pero le perdían su ego y su vanidad, y lo peor de todo: su pasión por las mujeres. Uno de los mejores amigos del párroco era el fiscal Louis Trincant, cuyas reuniones se convirtieron en el centro de la vida intelectual de Loudun, de la que Urbain era el principal centro de atención. Trincant era viudo pero gozaba de la compañía de sus dos hijas. Philippe, la mayor, fue pronto objeto de las intenciones del párroco, cansado ya de la viuda del bodeguero, una tal Ninon, y pronto cayó bajo sus redes. Meses después de encuentros secretos y entregas indecorosas Philippe se halló embarazada, y lo que es peor: sería madre soltera y su bastardo hijo del cura. Aunque Grandier decidió obviar el problema y negarlo todo ya era demasiado tarde. Cuando la joven confesó, Trincant se convirtió en su peor enemigo y pasó a ser el hazmerreír de la comunidad.
La forja de un complot
Fue en la botica del señor Adam, en la rue des Marchands, donde tuvieron lugar las reuniones secretas de los adversarios de Grandier: el fiscal Trincant, su sobrino el canónigo Mignon, el Liutenant Criminel, Mesmin de Silly y el cirujano Mannoury. No obstante, Grandier aún contaba con un importante aliado: el Gobernador D’Armagnac, favorito del rey y continuó con sus líos de faldas y sus contraataques, orgulloso como era, a sus declarados enemigos, a los que hubo de sumar otros dos: Pierre Menau, abogado del rey y antiguo pretendiente de la joven deshonrada, y Jacques de Thibault, suboficial agente del cardenal Richelieu y con quien el cura tendría abiertos enfrentamientos que le habrían de llevar a juicio y a la cárcel. Aparecieron incómodos –y pagados- testigos que declararon contra su impía conducta para con las féminas y su carácter poco ortodoxo.
El rey francés Luis XIII
El rey francés Luis XIII
Pero Grandier, que contaba con el beneplácito del Gobernador y con importantes amistades en las altas esferas de la corte, logró salir de prisión y ser declarado inocente. Su amigo, el arzobispo de Bordeaux, anuló la anterior decisión del obispo de Poitiers y restituyó a Grandier en el sacerdocio, recomendándole, sin embargo, que optase por ejercer su labor en otra ciudad. Pero el párroco no hizo caso del consejo y se presentó de nuevo en Loudun, desafiando a todos.
La revolución centralista y “ultracatólica” del cardenal Richelieu avanzaba imparable por toda Francia. Para quebrar el poder de los protestantes y de los señores feudales, el purpurado había convencido al rey de la necesidad de destruir todas las fortalezas del reino en las que algunos “disidentes” podían hacerse fuertes frente a la corona. Ahora le tocaba el turno a Loudun y a su castillo, que fuera en su día la fortaleza más sólida del Poitou y que contaba con un imponente torreón medieval restaurado por el gobernador Jean D’Armagnac. Para acometer el derribo fue enviado a la ciudad Jean de Martín, barón de Laubardemont, Comisionado especial de Su Majestad y favorito de Richelieu. Aquel sería el peor de los adversarios a los que habría de enfrentarse Urbain Grandier.
El maligno entra en escena
Hacía poco tiempo que en la villa se había fundado un convento de ursulinas, una comunidad pobre de 17 monjas dirigidas por la madre superiora Juana de los Ángeles –sor Jeanne des Anges-, una exaltada religiosa con ansias de beatitud. Quiso la Providencia, o quizá la mala suerte, que el confesor de las monjas fuera nada menos que el padre Mignon, sobrino del fiscal Trincant. Pronto comenzaron a correr por la localidad rumores de que la madre superiora y sus novicias estaban poseídas por demonios y que el esforzado Mignon había procedido a exorcizarlas. Era la oportunidad de los conspiradores para confeccionar su venganza.

La madre Juana de los Ángeles
La madre Juana de los Ángeles
En medio de gritos histéricos, comportamientos indecorosos –algunas novicias llegaron a desnudarse en público- y posturas imposibles de las religiosas, los revoltosos y audaces demonios no tardaron en facilitar al exorcista el nombre del brujo que había dado la orden de que los servidores del maligno embargaran a las monjitas: Urbain Grandier. Ahora el párroco tenía mucho más de qué preocuparse al no huido de Loudun. En medio de su grotesco teatro, las monjas sufrían increíbles convulsiones, contenían el aliento hasta hincharse de manera sorprendente y alteraban sus voces, que se convertían en guturales y aterradoras, ponían los ojos en blanco y corrían por el refectorio y las habitaciones.
Escena de la película musical "Los demonios de Loudun" de Krzysztof Penderecki
Escena de la película musical "Los demonios de Loudun" de Krzysztof Penderecki
La madre Juana, principal causante de la histeria colectiva que sin duda embargó a las ursulinas –algunos contemporáneos se referían al llamado furor uterinus para explicar su estado-, declaró que estaban poseídas por dos demonios: Asmodeo y Zabulón, enviados por el párroco objeto de su obsesión, quien en su día se había negado a ser el confesor de la congregación, motivo por el cual Juana estaba bastante irritada con él.
Debido al escándalo que se estaba generando en la villa el arzobispo prohibió a Mignon continuar con los exorcismos, pero Laubardemont informó personalmente a Richelieu del asunto de los demonios y éste dio, contra todo pronóstico, carta blanca a su consejero de Estado, concediéndole potestades para obrar como mejor conviniera.
De energúmenas, demonios y éxtasis
Laubardemont constituyó un tribunal de carácter extraordinario, por lo que todos los procedimientos que se llevarían a cabo serían arbitrarios y fatales para el párroco. A la animadversión que ya de por sí Grandier causaba en el Comisionado y en el resto de intrigantes se sumaban un supuesto escrito difamatorio que el párroco habría escrito contra Su Eminencia –Richelieu– y un opúsculo en el que arremetía contra el celibato al que le obligaba su estado. ¡Qué más pruebas de brujería y connivencia con el demonio se necesitaban!
Escena de "Los demonios", de Ken Russell (1972)
Escena de "Los demonios", de Ken Russell (1971)
Una vez constituido el tribunal fueron tres los exorcistas que se ocuparon de las monjas: el citado Mignon; el padre Lactante, de los franciscanos; el padre Tranquille, de los capuchinos y más tarde se sumaría el padre Surin, de la Compañía de Jesús. Contra el procedimiento habitual, los exorcismos se celebraron en público, ante unos testigos cada vez más numerosos; un espectáculo grotesco que atraía a las gentes de toda Francia e incluso a nobles provenientes de Inglaterra. Aquél circo del infierno, además de a los intereses de Trincant y de Laubardemont, servía a los de sor Juana, ávida de celebridad y que observaba cómo su convento, antes pobre, se enriquecía a pasos gigantescos con las donaciones de los curiosos y la renta que se fijó desde París para sufragar los gastos.
Supuesto pacto con el diablo de Urbain Grandier
Supuesto pacto con el diablo de Urbain Grandier
A la histeria de las jóvenes había contribuido sin duda el que el vulgo consideraba la casa alquilada por las ursulinas como embrujada, y hablaban de duendes y aparecidos. Eso, claro, sumado al fanático interés de los padres exorcistas por ver demonios en todas partes.
El tribunal instó al mismísimo Grandier a que exorcizara él mismo a las religiosas. Como una de las pruebas más claras de posesión era la capacidad del energúmeno para hablar lenguas extrañas, Grandier se dirigió a una de las supuestas posesas en griego, pero ésta ya esperaba aquella reacción y su “demonio” particular contestó lo siguiente: “Ah, qué sutil sois. Sabéis muy bien que una de las cláusulas del pacto que firmamos fue no hablar jamás en griego”. Finalmente, acusaron al desdichado Urbain de brujería. El motivo del encantamiento, según la priora, era que Grandier había lanzado un ramo de rosas por encima de los muros del convento.
Aunque hoy pueda parecernos ridículo, lo cierto es que Grandier tenía poco que hacer ante una acusación de esas características en un siglo como el XVII y con un rey en el trono de Francia que creía a pies juntillas en la existencia de los demonios.
Recta final hacia el infierno
El 30 de noviembre de 1633, el malogrado Urbain Grandier fue encarcelado en el castillo de Angers. Ninguno de sus influyentes amigos, ni su familia, pudieron hacer ya nada por él. En los calabozos, valiéndose de deleznables engaños, sus verdugos “hallaron” cuatro evidentes marcas del diablo nada menos que en las nalgas y en los testículos. De poco sirvieron las quejas de un boticario de Poitiers que presenció la farsa, Urbain ya estaba condenado.demonios
Además, la acusación presentó el pacto de Grandier con el Diablo, presuntamente escrito de su puño y letra y que el demonio Asmodeo había sustraído de los aposentos del mismísimo Lucifer, “que guardaba bajo llave los documentos de este tipo”. El juicio fue una farsa y una auténtica burla a la justicia y a la inocencia de Grandier, culpable únicamente de los pecados de la carne y la promiscuidad. De nada sirvió que la madre Juana de los Ángeles fuera encontrada con una soga al cuello a punto de ahorcarse por contribuir a condenar a un hombre inocente o que otras novicias pretendieran retractarse de su acusación; los enemigos de Urbain atribuyeron ese arrepentimiento a artimañas de los mismos demonios para proteger a su acólito. Sin embargo, quedaba todavía un cabo suelto: el sacerdote debía reconocer su culpabilidad para que el juicio de Laubardemont fuese redondo. Para ello, tras rapar entero su cuerpo, fue sometido a terribles torturas, pero ni siquiera cuando le sacaron literalmente el tuétano de los huesos Grandier reconoció haber embrujado a las monjas, negándose a facilitar el nombre de cómplices imaginarios. Su entereza es digna de todos los elogios.
Urbain Grandier fue atado a un poste para ser quemado vivo el 18 de agosto de 1634 en la plaza del mercado de Loudun. Aunque el tribunal le había concedido como gracia estrangularlo antes de encender la pira, sus enconados enemigos se encargaron de escamotear la cuerda provista para tal menester. Los exorcistas le rociaron con tanta agua bendita que el mutilado párroco ni siquiera pudo decir unas últimas palabras. Las crónicas cuentan que incluso uno de ellos golpeó su cabeza con gran violencia usando un enorme crucifijo.
Suplicio de Urbain Grandier (Los demonios de Loudun. Musical).
Suplicio de Urbain Grandier (Los demonios de Loudun. Musical).
En medio de terribles dolores y aullidos de agonía las llamas consumieron poco a poco el cuerpo de Grandier. Miles de personas observaban el espectáculo, algunos compadeciéndose del mártir, otros vociferando improperios contra el hechicero. Cuando se apagaron las llamas y se enfriaron las cenizas las gentes se lanzaron en busca de algún resto del condenado que serviría como reliquia.
"Los demonios" (1972)
"Los demonios" (1971)
Tras la muerte de Grandier los demonios de Loudun no desaparecieron, y el jesuita padre Surin fue el encargado entoncs de luchar contra los que atemorizaban a sor Juana y que acabaron por poseerle a él, presa del mismo fanatismo inquebrantable que la madre superiora.
Como si de una maldición lanzada desde la pira por Urbain se tratara, uno a uno fueron cayendo los exorcistas que le habían acusado de brujo. El franciscano Lactance, el mismo que había encendido personalmente la hoguera, sucumbió a la locura y falleció apenas un mes después; el capuchino Tranquille, que había tomado parte incluso en las sesiones de tortura, fue el siguiente: murió loco cinco años después; algo similar a lo que le sucedió al doctor Manuori, quien había afirmado falsamente durante el proceso que el acusado mostraba múltiples marcas del maligno.
Por su parte, sor Juana de los Ángeles vivió su posesión como un preludió de su “divinidad”, de su amor al Todopoderoso, y se convirtió paulatinamente en una especie de penitente que decía estar dotada de facultades sobrenaturales –corroboradas por algunos de sus contemporáneos- y emprendió largos viajes por toda Francia mostrando sus dotes taumatúrgicas y su austera religiosidad, siendo recibida en París por el mismísimo cardenal Richelieu.
"Los demonios" (1972)
"Los demonios" (1971)
El estremecedor caso de Loudun igue hoy en día siendo un reclamo para los turistas, como lo es Salem en Massachussets o Zugarramurdi en Navarra, pero lo cierto es que fue un suceso deleznable y atroz, un ejercicio de maldad extrema que demostró, una vez más, que el hombre puede ser, en ocasiones, el peor de los demonios.
Óscar Herradón
Texto publicado originalmente en la revista ENIGMAS. Todos los derechos reservados.

Los sucesos, ocurridos en la época de Felipe IV, obligaron a intervenir al Inquisidor General, don Diego de Arce de Reynoso


El convento de San Plácido se encuentra a muy pocos metros de la plaza del Callao. Miles de personas pasan frente a sus muros a diario, pero son muy pocos los que conocen la leyenda de misterio y demonios que se esconde de puertas para adentro. El halo de santidad que tiene ahora contrasta con el pasado diabólico que se le adjudicó en la corte de Felipe IV.
El convento fue en su día escenario de todo tipo de rituales exorcistas, debido a las continuas agresiones que las monjas sufrían por parte deseres infernales. Diferentes episodios de esta índole lograron que en aquella época se conociera a esas religiosas como las «endemoniadas» de San Plácido.
Todo comenzó cuando una joven novicia dio la voz de alarma al comenzar a realizar actos extraños, como dar voces y hacer gestos obscenos impropios de un religiosa. Fue el confesor fray Juan Francisco García Calderón, quien comenzó a preocuparse por la situación, el que determinó que la joven estaba poseída por el diablo. Por este motivo se le practicó un exorcismo de urgencia que no dio buenos resultados: no sólo se pudo curar a esta hermana, si no que además otras veintiseis corrieron con la misma suerte.
El asunto llegó a extremos tan alarmantes que todas las moradoras de San Plácido, exceptuando a cuatro, cayeron bajo la influencia del Maligno. Los rumores llegaron pronto al Inquisidor General, don Diego de Arce de Reynoso, que abrió un largo proceso. Éste culminó en 1631 al dictarse prisión perpetua, ayunos y disciplinas para el confesor fray Juan Francisco García Calderón, que tras el tormento se autoinculpó de haber cometido actos pecaminosos con las monjas. Por su parte, la priora fue desterrada, mientras que la comunidad con el resto de las monjas fue repartida para evitar que los hechos se reprodujeran en un futuro.


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